El retorno

ESTO TIENE QUE CAMBIAR

ESTO TIENE QUE CAMBIAR

Por: Raúl Soto Rodríguez

Raúl Soto Rodríguez es comunicador social – periodista, con especialización en comunicación política. Realizador de documentales sobre derechos humanos y Fotofija de las películas “Rosario Tijeras”, “El Trato”, “Operación E”, “Eso que llaman amor” y “La mujer del animal”. Actualmente es profesor de fotografía en la Universidad de Antioquia y director de la serie documental sobre minorías “Voces que suman” producida por el canal regional Teleantioquia.

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Poco o nada le queda a la gente del campo después de 200 años de olvido en Colombia. La libertad, la igualdad y la fraternidad sólo fueron ideales bajo los cuales se forjó con sangre nuestra independencia de la potencia española en el siglo XIX, pero nunca una verdad que se haya cumplido en nuestra vida republicana. La distribución de las riquezas y las posibilidades de mejorar la calidad de vida para la gente humilde, específicamente los campesinos colombianos, todavía no hace parte de la historia de nuestro país.

Desde los orígenes de la república el Estado ha sido controlado y manejado por una pequeña élite mezquina y egoísta, que a su vez ha sido controlada y manejada por otra mezquina y egoísta élite extranjera. Durante y después de lograda la independencia, nuestro Estado se ha financiado con el apoyo de prestamos a casas de valores, a bancos nacionales y extranjeros y posteriormente con el Fondo Monetario Internacional. Dichos prestamos en gran parte fueron justificados entre otros motivos por las guerras de independencia, por las guerras civiles entre centralistas y federalistas a lo largo del siglo XIX, por el pobre desarrollo de nuestra capacidad industrial y de infraestructuras, por el alto costo del sostenimiento de nuestro aparato de estado, por el alto costo de la guerra contra las guerrillas y por el cumplimiento del pago de intereses y prestamos anteriores. 

La mediocridad de cada gobierno, su incapacidad para garantizar los derechos fundamentales de la población, el nepotismo, la inequidad y la violencia como vehículo de control han sido la constante en nuestro devenir como país. Así, el control de nuestro destino ha sido siempre servir a los intereses de otros estados, a sus empresas multinacionales y a sus empresarios, otorgándoles a precios ridículos, materias primas como carbón, níquel, cobre, hierro, manganeso, plomo, zinc, titanio, oro y plata, entre otros, necesarios para la industrialización de sus naciones. En esta pésima operación, la materia prima de bajo costo se transforma en sus países en productos de alto costo que luego compramos inducidos por la publicidad. Para ellos esto propicia unos niveles de vida muy cómodos y de gran bienestar, mientras para nosotros ha significado históricamente una profunda pobreza y un estado denominado hasta hace poco por los dueños del poder mundial como “sub-desarrollado”. Si a esto se le suma que los recursos provenientes de este mal negocio son administrados por nuestra élite dirigente y son aplicados al sostenimiento del Estado y de sus programas de gobierno, en muchos de los cuales existe corrupción, es muy poco el dinero que se va hacia la gente de a pie y que se utiliza realmente para salir de la pobreza.

Por ahora al parecer nos toca seguir así, porque ni siquiera a nosotros mismos nos compete escoger el modelo de desarrollo para salir adelante con nuestro país. Desde que tenemos deuda externa estos lineamientos se han basado en estudios y planes impuestos por los Estados Unidos, país con el cual tenemos nuestra más fuerte alianza comercial. Sus propuestas en materia de planeación y de desarrollo para el continente definen las políticas de desarrollo que ejecutamos nosotros, las cuales deben garantizar su comercio y nuestra aceptación de más prestamos con contratos leoninos, que se convierten en una deuda imposible de pagar y que hacen que nuestro sometimiento sea irrestricto a sus interés de estado.

Desde el año de 1989, el economista inglés, Jonh Williamson, del Instituto Peterson de Economía Internacional, escribió un conjunto de diez formulas de mercado dirigidas a las naciones en desarrollo azotadas por la crisis, denominado “Consenso de Washington”, que Colombia comenzó a implementar desde el gobierno de César Gaviria hasta nuestros días. De estas fórmulas se destacan cinco, la abolición de regulaciones que impidan acceso al mercado o restrinjan la competencia, la liberación de barreras a la inversión extranjera directa, la privatización de empresas estatales, que incluyen la salud, los servicios públicos, el transporte, etc; la liberación de las importaciones y la redirección del gasto público de subsidios. Hoy en día estás rebatidas prácticas han configurado un nuevo modelo de estado, que ha hecho que los ricos sean menos, pero más ricos y los pobres sean más, y más pobres, lo cual quiere decir que si no tienes dinero es muy complicado que se tengan derechos. 

Para la gente del campo la situación se hace muy compleja, varios tratados de “libre comercio” firmados en la última década por los gobernantes colombianos limitan la siembra de algunos productos ya que se deben respetar las cuotas de importación de productos básicos ya acordados desde otros países. Así mismo, sus semillas deben ser compradas (ley 970/2010) a las multinacionales extranjeras, dichas semillas están genéticamente modificadas y sólo sirven para una sola cosecha, sus productos no compiten en igualdad de condiciones con los de otros países más desarrollados, la falta de vías de acceso eleva el costo del transporte de la carga, y en gran medida, el trabajo de los campesinos no se ha podido regular bajo parámetros decentes, todavía se establece el jornal como práctica laboral, sin derecho a ninguna prestación social, mucho menos a una pensión cuando las fuerzas de trabajo se acaben. Visto así, del prometido desarrollo casi nada nos ha llegado.

Cuesta entender como en dos siglos los gobernantes colombianos no han mejorado las condiciones de vida de la mayoría de su pueblo, que históricamente son los más pobres y necesitados. Tampoco se entiende cómo no han invertido lo suficiente en educar a nuestra población para mejorar la capacidad productiva del país. Es un despilfarro que gran parte de nuestros recursos se hayan destinado a la guerra, que en mayor escala se libra en el campo, alimentada por los jóvenes pobres de las ciudades en contra de jóvenes pobres del campo, como si fueran colombianos de una categoría distinta, cuyo único destino es matarse por ideas que ni ellos mismos comprenden. Esta demostrado que el cambio no lo harán gobernantes que no son parte de lo que realmente somos como nación, ha llegado el momento de exigir los derechos que nos fueron negados por tanto tiempo. De nosotros, de nuestra capacidad de organización y de nuestra movilización dependerá en gran medida que nuestra historia empiece a cambiar.

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